viernes, 13 de marzo de 2009

Vestigio de las vidas

Todo el viaje tuvo cierta mística, cierta magia que envolvía las jornadas que pasaban, era mi segundo día en Miramar, yo estaba vacacionando solo y vos mal acompañada.


Recuerdo la primera vez que nos vimos, fue en el hall principal del hotel Costa Remanso de la calle número 13. Esa noche había una fiesta muy importante porque el hotel cumplía 60 años y como parte del festejo la posada organizó una cena y baile para todos los huéspedes.

Sobre el largo salón alfombrado había una banda que tocaba canciones de los `80, un gran arreglo floral en el centro y hacia los costados las mesas de los clientes.

Atrás estabas vos con un impactante vestido rojo y negro, el pelo recogido y una mirada triste, casi melancólica. A tu lado un hombre mucho más grande con un traje gris oscuro, un puro entre sus dedos y un vaso con perlas de whisky.

No creo en las casualidades sino tal vez en una jugada afortunada del destino, entré en el hall del hotel y decidí sentarme en el fondo como para pasar desapercibido, justo al lado de tu mesa, justo a tu lado.

No se que te atrajo de mi pero al verme tu cara se convirtió en una destellante sonrisa, yo tímido de la situación bajé la mirada.

La noche continuó y corrieron las mesas para poder armar una improvisada pista de baile. Quedamos parados uno cerca del otro, casi rozando nuestras almas, comenzamos a mirarnos, casi sin importarnos el resto de las personas, yo quería tenerte y vos a mi.

Cuando el hombre que te acompañaba comenzó a cerrar los ojos vos te paraste y le hiciste un gesto como para ir a acostarse, al mismo tiempo que pasaste por atrás mío, me pusiste una mano en el hombro y me dijiste “nos vemos…”.

No sabía que hacer, era un joven de 22 años que intentaba interpretar la situación, me dirigí al encargado del hotel y le pregunté en que habitación estaba el señor del puro, como para no levantar ningún tipo de sospechas.

Un instante después yo estaba parado frente a la habitación número 44, mi cuerpo temblaba y mi mente estaba desconectada. De pronto vos abriste la puerta, te paraste en el pasillo y me besaste. Sentí que ya conocía tus labios, tu piel y tus caricias.


Sin perder la calma, te tomé de la mano y te llevé hasta la playa y comenzamos a caminar y charlar, te pregunté tu nombre: “Florencia”, me dijiste mostrando tu lado más vulnerable y tierno.

Pasamos toda la noche juntos en la playa, nuestros cuerpos se conectaron de la mejor manera posible, una vez más sentí que te conocía de antes.

Mientras el sol salía por el horizonte, hacía esfuerzos por saber dónde te había visto antes pero no pude entender si solo era una sensación o una realidad, como si mi mente estuviera sumergida en un profundo déjà vu.

Cuando despertaste, me miraste y dijiste “¿Creés en la reencarnación?”, a lo que te respondí sin darle importancia “No, la verdad que no, es medio loco pensar algo así”, vos sonreíste y me diste un beso.


Nos escapamos dejando atrás el hotel Costa Remanso, el vejestorio y mi soledad. Tomamos mi auto y sin rumbo huimos en buscar de la libertad.

Me dijiste que tu tía tenía una casa de verano en Mar chiquita, en una zona despoblada, donde podíamos estar tranquilos.

Llegamos y pasamos dos días soñados, compartimos las tranquilas playas y nos quedamos horas mirando el mar sin hablarnos, ya cada uno conocía a la perfección al otro.

La segunda noche, yo estaba cocinando y te acercaste a mí, me abrazaste por la espalda y me dijiste “Yo si creo en la reencarnación, por eso sé que te conozco”, rápidamente giré para ver a tus marinos ojos y te dije “¿Vos también sentís lo mismo?”, “¡Claro, nos conocemos, por eso nos volvemos a encontrar, en esta vida y las demás!” me dijiste.

Absorto me quedé pensando en lo que comentabas pero el sonido de tu celular cortó el ambiente, miraste quién te llamaba y cambiaste la cara, te apartaste y atendiste. Yo quedé solo interpretando tus palabras en aquella cocina que tenía vista al mar.


A los minutos regresaste con el mismo rostro que tenías cuando nos conocimos y me dijiste “Es mi marido, no se cómo pero sabe dónde estoy”, a lo que pedantemente respondí “¿Quién? ¿El viejito inservible?”, “No, - indicaste - ese es un amigo de papá que me pagó para que lo acompañara aquella noche…para sentirse mejor…para agrandarse, mi marido trabaja para la bonaerense y cuando lo conocí pensé que eras vos, que te había encontrado”.

Yo sin entender mucho comenté “¿A mi? ¿Cómo que me habías encontrado?”, en ese instante una luz titilante azul coloreó la casa donde nos hallábamos, vos empezaste a llorar y me dijiste “Yo voy a volver a verte, no te preocupes, por más que me cague a palos yo voy a volver a verte…

Te tomé de la mano y te dije “Pero pará, decile que ya no va más, que se las tome” y sin mirarme señalaste “No tenés idea cómo es él…es capaz de matarme por celos…”, hiciste una pausa y retomaste diciendo “a veces el destino no siempre es justo”.


Me soltaste y te fuiste de la habitación llorando, angustiada y sin mi consuelo.

Yo me senté en un viejo sillón tratando de entender que era lo que estaba pasando, cuando volviste y en un instante me abrazaste y me diste un beso y al oído mencionaste “En dos años nos volvemos a encontrar acá, solo necesitamos paciencia”.


Exactamente dos años después, un 10 de febrero estaba adentro de mi auto frente a la casa de tu tía. Pasé toda la mañana, la tarde y la noche y nunca llegaste, dormí en el coche por si estabas demorada, pero nunca te vi, por lo que la mañana siguiente desaparecí y traté de olvidarte.


Cuando volvía a mi casa pensando qué pudo haberte pasado, entendí los mensajes que siempre me diste y que mi joven mente no pudo interpretar con agilidad, tomé tus últimas oraciones y comencé a sonreír porque descubrí el verdadero significado “En esta vida y las demás, voy a volver a verte… a veces el destino no siempre es justo, solo necesitamos paciencia”.