sábado, 28 de febrero de 2009

Una gran tarde y una lección que se retroalimenta

Solo éramos dos nenes de 11 y 12 años, pero en algún punto y de alguna forma nos lo teníamos merecido, por todo lo que hacíamos, una y otra vez, todo el día, como cuando poníamos el disco Chaco de Illya Kuryaki & The Valderramas a cualquier hora y a todo volumen, o la vez que se nos escapó Hércules (un reptil overo colorado de unos 60 cm de largo) que subió por la enredadera del patio y entró en la casa de una vecina; sólo oímos a los cinco minutos el grito desgarrador de una mujer que tranquilamente planchaba en su casa cuando por su balcón apareció un bicho parecido a un dinosaurio pero más chiquito, verde y con mal carácter.

Era lógico que no nos quisieran mucho en el edificio, sobretodo el portero, casi no nos saludaba y nos demostraba que si lo hacía era con un esfuerzo tal como si una hormiga quisiera levantar un Kohinoor.


Sumado esto, cada uno tenía una gomera de la cual no nos separábamos, la mía hecha con mis manos en Marco Juárez, con un tronco en forma de “i” griega, una manguera de nebulizador y un cuerito en la punta para poder agarrar mejor la piedra y la de él una modernosa que le había comprado su mamá hecha por caños que te agarraban el antebrazo y te permitían un tiro bastante cómodo.

Nuestros disparos con el correr tiempo fueron mejorando en precisión y fuerza, casi todo se convertía en blanco para nosotros. Al principio fue un pedazo de telgopor de algún electrodoméstico nuevo, después alguna lata de duraznos y más tarde un cajón de verduras. La realidad es que nos aburríamos mucho de estos objetos, necesitábamos algo más, algo que regocijara nuestro espíritu destructivo, fue ahí cuando se me ocurrió dispararle piedras a botellas de vidrio vacías (o no tanto).


La primera vez que con Ramiro pusimos en práctica esto, Estela, la mamá de mi amigo, nos encontró en el jardín de su casa adornando el pasto con miles de astillas de vidrio (también adornamos su pié y le agregamos un poco de sangre como toque de color).

Por lo tanto, nos dimos cuenta después de escuchar el estruendoso castigo, de que aquél no era el lugar apropiado, dónde si, se convertía en nuestra nueva meta.

Estuvimos una semana casi sin dispararle a nada ni a nadie, nos mirábamos la cara durante las tardes y veíamos en el rostro ajeno la necesidad de seguir rompiendo aquellas botellas.


Un día Ramiro con cara de emocionado me dijo “Tengo el lugar perfecto”, pero como notó que no captaba de qué estaba hablando me dijo “Después del cole, vení a comer a casa y te muestro”.

Pasé toda la mañana escolar de la primaria nº 5 pensando en qué lío nos íbamos a meter esta vez, cuánto nos iban a retar y cuánto faltaba para irme de ahí.

Sonó el codiciado timbre de finalización del día y sentí que mi cuerpo ardía por dentro, fuimos casi volando a la casa de mi amigo, comimos y mientras su vieja lavaba los platos Ramiro me hizo un gesto para que lo siguiera con cierta complicidad y silencio.

Subimos al ascensor y apretó el último botón, el piso más alto. Cuando llegamos, trepamos una escalera angosta que daba a una puerta de chapa, giró el picaporte y entramos en la terraza del edificio.

Ya estaban preparadas las botellas de vidrio sobre cajones a una distancia considerable para que los pedazos de cristal no nos lastimaran y sobretodo para que podamos pegarle.


Y así empezamos, disparamos una y otra vez, agregando gritos de alegría y alguna otra exclamación por la felicidad que nos acompañaba esa tarde.

No nos percatábamos de los ruidos que estábamos haciendo, entre las explosiones de las botellas al recibir nuestras hostiles y veloces piedras y nuestros alaridos repletos de júbilo, por eso creo que pasó lo que nos pasó.

Después de pasar toda la tarde en la terraza del edificio de Ramiro, cansados ya decidimos volver al departamento para alimentarnos con una buena chocolatada fría, pero nos encontramos con que la puerta estaba cerrada con llave. Alguien nos había jugado una mala pasada y el único que tenía la llave era el portero.

Pensamos “esta vez nos cagó”, nos había encarcelado en lo más alto del inmueble dónde nadie nos escucharía, una situación con la que cualquier niño escarmentaría.

Golpeamos la puerta una y otra vez sin éxito alguno, también gritamos a los edificios que estaban cruzando la calle pero en ese momento parecíamos fantasmas y nadie se percataba de nuestra existencia.

Calmo me senté en el suelo de cemento a pensar qué podríamos hacer y decidí que deberíamos esperar hasta que Jorge, el padrastro de Ramiro, nos viniera a buscar, pero el agravante de esto, es que él nunca supo que nos fuimos a la terraza, jamás nos encontraría.


Sacudimos la puerta y pedimos ayuda a todos los santos, cuando de pronto mi mejor amigo me dice “¡Pará!, arriba ¿Ves? En dónde está ese vidrio, es el cuarto de máquinas, donde están los motores de los ascensores, ahí hay una puerta que da a la escalera”.

Ayudé a Ramiro a subir, haciéndole “piecito” para trepar hasta el ventanal, pero al poco tiempo bajo con cara de resignación y me dijo: “No es una ventana, no se puede abrir, es sólo un vidrio”.

Sabía que tenía que entrar en acción, era el “elegido”, por lo que aparté a mi compañero a un lado, alcé el brazo con mi gomera y ataqué aquél vidrio con un proyectil certero que lo partió por completo.

Ramiro subió nuevamente para poder salir y conseguir la llave para rescatarme, pero desde arriba y mirándome gritó “¡Esta puerta de mierda está cerrada también!”.

A lo que contesté “Y… ¿Qué hay? ¡Fijate si hay algo para abrir la puerta!”. Mi amigo contestó “Solo hay una bicicleta fija”.


En la imagen siguiente yo ya estaba arriba de la bicicleta fija haciendo ejercicio mientras pensaba que hacer. Desarmé el manubrio y me fijé si podía golpear el tambor de la cerradura para abrirla de alguna manera, aunque en realidad deseaba tener más suerte que ingenio.

Con uno de los golpes me engancho el reloj con un pedazo de metal que el aquél volante tenía para colgar esos relojes que miden la distancia recorrida, las calorías quemadas y cuán paspadas tenés las bolas.

Una vez más entendí que mi vida estaría marcada por hacer fuerza y por ser violento para algunas situaciones, con el manubrio en mis manos, puse el gancho para reloj en la esquina inferior derecha de la puerta y empecé a hacer fuerza, mucha fuerza.

Estábamos cansados, ya habían pasado 4 ó 5 horas al menos de estar ahí encerrados, por lo que sentía que tenía que ser más fuerte que nunca y de a poco la puerta de chapa comenzó a perder la batalla, se fue torciendo cada vez más, casi hasta la mitad, espacio suficiente para poder escapar de aquella cárcel vespertina.


Y así quedó la terraza del edificio de Ramiro en la calle Roosevelt, con botellas de vidrio rotas por doquier, piedras y maderas esparcidas por el piso, el ventanal del cuarto de máquinas completamente derribado, una bicicleta fija desarmada y una puerta doblada hasta la mitad como una lata de sardinas y todo esto por absurda idea de un portero de querer darle la lección a dos chicos que sólo querían disfrutar de su niñez y su mundo, pero lo único que consiguió fue más trabajo para él y proporcionarnos una anécdota que 15 años después borroneo en mi computadora.

domingo, 15 de febrero de 2009

Un día para olvidar (Bitácora Sábado 07-02-09)

Acá estoy en Córdoba capital, tengo un día de espera a que llegue mi amigo Diego de Tucumán.

Como estaba realmente harto de cargar la mochila que pesaba como si tuviera un enano adentro, no pude buscar un alojamiento adecuado así que terminé en la residencia “La Cigarra”, una especie de vecindad del Chavo de mala muerte, en una zona de Córdoba realmente horrible, como Montserrat.

Mi “habitación” (para no decir cucha) es de dos por 1 y no tiene ventanas por lo que es calor es insoportable, realmente “estoy en el horno”.
Supuestamente debo conformarme con el chirriante ventilador de techo que solo tiene una velocidad y que hace más ruido de lo que ventila. Esto no me molestó demasiado, tampoco el agujero de la sábana, ni la cucaracha que rondaba por la mesita de luz, ni el velador empotrado en la pared que no funciona y menos el bidet de utilería (utilería porque está, pero no funciona, ni siquiera pierde agua).

Decidí pegarme una ducha para estar más fresco y escaparme a la civilización, dónde un guía amanerado y muy gracioso nos llevó por el barrio de Nueva Córdoba, que creo yo, es lo único lindo de Córdoba Capital.

Acabo de volver del centro y lo que realmente me hizo enojar fue lo siguiente; como mi habitación era un centro de pruebas de NAPALM, decidí sentarme cómodamente sin la remera en un patio de esta residencia. A los diez minutos, apareció el encargado para decirme “Tratá de estar en tu habitación, porque acá entra y sale gente”, ¿Y eso qué tendrá que ver?, pensaba, pero respondí “Si pero lo que pasa es que mi habitación es un horno y hace mucho calor”, pero hizo caso omiso de mi oración con forma de queja levantando los hombros y se fue.

Mientras escribo esto estoy sentado en la cama de mi habitación con las dos hojas de la puerta abiertas de par en par, sumergido en una oscuridad plena.
Espero que cuando quiera transcribir estas palabras me entienda la letra y el que lea esto comprenda esta situación que tiene como protagonistas a la desolación, una posada en ruinas y en una noche calurosa en la capital cordobesa.