viernes, 3 de febrero de 2012

Construyendo una ilusión

La vida los preparó para darles como ofrenda que se encontraran y se enamorasen al punto tal que nunca más quisieran estar uno lejos del otro.

Un carruaje arrastra el camino en el medio de la noche, parece tener prisa, si, prisa, y a pesar de que la noche está cerrada y penumbrosa el chofer no deja de azotar a los caballos para no perder velocidad.

En el interior un hombre de cabello oscuro, peinado para atrás a la perfección, lleva un sobretodo negro pesado encima, camisa blanca con tiradores y unos pantalones azabaches que terminan en unas brillosas botas de cuero. Su mirada es la de un hombre que piensa antes de hablar, que dice mucho menos de que lo que atraviesa su mente.

De pronto el carro se detiene frente a un gran portón de madera de quebracho, casi de dos metros de altura escoltado por un muro de piedra. El chofer se baja de un salto y abre la puerta mientras dice “Señor Constantino, hemos llegado”.

El muchacho toma un bastón de madera con un puño que parece ser de plata y desciende ni decir palabra alguna. Golpea fuertemente el gran portón y espera. Su cara comienza a transformarse, frunce el ceño y golpea nuevamente. Como no recibe respuesta, aprieta sus dientes dando cuenta de su cólera y patea la gran puerta abriéndola de par en par y comienza a caminar a un paso veloz por el lúgubre jardín hasta la entrada de una casa de dos pisos con columnas en los costados y una escalera de piedra lustrosa. La puerta se abre y un hombre calvo de contextura grande comenta: “!Señor Agustín Constantino! ¡Que alegría, no pensábamos encontrarlo por aquí”, a lo que el joven responde:

- Busco a Santiago

- El señor Raimondi no se encuentra por el…

El joven Constantino interrumpe y aparta al corpulento hombre de un golpe e ingresa a la casa hasta que llega a un inmenso living, con una chimenea encendida en el centro que apenas ilumina un sillón de pana verde y el piso de madera. En la poltrona puede descifrarse la figura de un hombre al cual Agustín se le abalanza, lo toma del cuello y logra ponerlo de pie.

Santiago Di Gracia tiene aproximadamente 55 años, de tez blanca, cabello canoso y está vestido con una bata de seda violácea, trata de zafarse de las manos de Agustín pero no puede.

- Quiero que me diga donde está, ahora mismo, sino juro que no la va a pasar bien

- Aguarda Agustín, necesito que te calmes un poco, tomemos algo mientras charlamos

- ¿Acaso piensas que soy un idiota? ¡Quiero una respuesta en este preciso instante!

Mientras tanto Agustín no percibe que aquél fornido hombre que apartó en la entrada había ingresado a la sala con un garrote en la mano. Camina despacio y derriba a Agustín de un golpe que hace que pierda el conocimiento y que se desplome en el suelo.

Todos los años cuando comienza diciembre el pueblo de Boca de la Travesía organiza un festejo llamado Pincha en la plaza central, festejo del cual participan todos los habitantes, desde los más pequeños hasta los más ancianos. Es una de las galas más importantes del lugar, se instalan cientos de faroles con grandes velas dentro, guirnaldas que atraviesan los árboles y se preparan ponches y licores para animar la noche. Ni bien el sol comienza a desaparecer del horizonte los pueblerinos se acercan a la plaza con sus mejores vestidos y trajes, las mujeres con el pelo recogido formando frondosos peinados y los hombres con ternos oscuros, por lo general negros, que visten solamente para la Pincha.

Iniciada la celebración hombres y mujeres bailan al compás de las guitarras y de los tambores cuando, de pronto, la más hermosa mujer ingresa a la plaza, la joven Belén Di Gracia, la doncella más codiciada por todo el pueblo. Llevaba un vestido de color blanco con el cuello drapeado que dejaba al descubierto un hombro y una inmensa rosa roja que le embelesaba el cabello.

Belén logró captar la atención de todos los muchachos del baile, pero especialmente de uno, un hombre que al verla quedó sorprendido mediante semejante belleza, Agustín. El joven Constantino no puede disimular el estallido de su corazón y comienza a caminar lentamente hacia la muchacha cuando su primo Marcelo le corta el paso y le dice:

- ¡Primo no te había visto! ¿Cómo has estado?

- Hola Marcelo, bien, he andado bien, dime, ¿Sabes quién es aquella joven?

- ¿Cuál? ¿La de blanco? Por supuesto que sí, es Belén Di Gracia, vive en las afueras del pueblo con su maquiavélico tío, casi nunca se la ve salir de la casa. ¿Quieres que te la presente? Hemos sido buenos amigos.

- Si por favor, pero tranquilo, no quiero denotar ansiedad.

Marcelo presentó a los dos jóvenes y ambos comenzaron a conocerse, pasaron toda la noche charlando y riendo, como si uno supiera todo del otro. Caminaron por la ribera del río durante un largo tiempo hasta que Agustín no pudo contener sus sentimientos y tomó a Belén de la cintura y la acercó hacia él, le susurró al oído “Desde que te vi quiero besarte”. Los rostros empezaron a aproximarse lentamente, cada centímetro ganado era un disfrute para ambos jóvenes, sabiendo que lo mejor estaba por llegar. De pronto, de entre los árboles aparecen tres hombres que se acercan a Belén, la toman de los brazos y de las piernas arrastrándola lejos de Agustín.

- ¡Espere señor! ¿Qué está haciendo? – Dijo el mozuelo Constantino

- ¡Es mi sobrina y no tiene nada que hacer con usted joven! – Indicó uno de los tres hombres mientras ordenaba que se lleven a la muchacha

- Tío Santiago no estaba haciendo nada, te lo juro, solo estábamos conversando – Argumentó Belén

- Me importa un cómico qué hacían, ¡ya mismo te irás a la casa! – Señaló Santiago

Agustín quedó atónito frente a una situación que mezclaba rareza con violencia. Jamás hubiera esperado que aquella noche terminara así. Reflexionó durante algunos minutos, tomó coraje y corrió hasta la plaza central donde se encontraba su primo, le preguntó dónde vivía Belén, se subió a su carruaje y le ordenó al chofer que a toda prisa vaya hasta la casa de la colina norte, morada de la familia Di Gracia.

Mientras tanto, ya en su cuarto Belén lloraba desconsolada porque su velada había terminado de aquella manera tan calamitosa. Sentía un vacío en el pecho que era muy fuerte, casi irrefrenable. Pensaba en escapar a buscar a Agustín, por lo que se acercó a la ventana, tomó los barrotes de acero que impedían que saliera de la casa y comenzó a hacer fuerza como para doblarlos o al menos aflojarlos, pero los baos eran demasiado gruesos como para que Belén pueda arquearlos.

De pronto sintió un ruidoso golpe en la puerta de la entrada de la casa, asustada, salió lentamente de su alcoba, caminó por el pasillo en puntas de pié y se acercó hasta la baranda de la escalera, desde donde veía a su tío sentado en un sillón a la vera de la chimenea.

Un joven ingresa furiosamente en la sala y toma del cuello a su tío Santiago y lo hace poner de pie. No llega a oír de qué hablan pero se da cuenta de que es una situación más que tensa. En un instante, la luz que emite el hogar deja ver el rostro del muchacho, “¡Es Agustín!”, piensa la joven mientras siente que su sangre comienza agitarse de la emoción.

De pronto, la zagala observa que el matón de su tío, el señor Toole ha salido de las penumbras con una especie de vara o palo en la mano con el que derriba de un golpe a Agustín. La muchacha grita “!No!”, pero se da cuenta de que su tío la descubre y corre de nuevo a su cuarto. Santiago Di Gracia le indica al señor Toole: “Déjelo afuera, después veremos que haremos con él”.

Aturdido Agustín se despierta en las afueras de la casa, en el bosque que tiene la finca. Con mucha dificultad y dolor se pone de pie y comienza a caminar sin saber hacia dónde. Como la noche está totalmente hermética ve muy poco, pero entre los árboles y a unos cien metros observa una pequeña luz por lo que decide ir hasta ella. Mientras se va aproximando entiende que el brillo provenía de un farol en la puerta de una casa insignificante. Con dificultad Agustín se escabulle entre la maleza y observa hacia adentro de la vivienda y se percata de que se trata de el casero de la familia Di Gracia que está recostado en un viejo sillón con una botella de ginebra Bombay en la mano. Aprovechando de la borrachera del criado Agustín toma unas ropas colgadas en una soga, se viste y emprende camino hacia la gran mansión a recuperar a Belén.

Mareado de amor, el pecho de joven se infla y su fuerza se duplica, está sumamente convencido de lo que está haciendo y no le importa las consecuencias, solo quiere llegar hasta aquella muchacha que le ha atravesado el corazón. Se topa con la puerta de servicio y con extremo cuidado ingresa a la cocina del antiguo caserón, se pone un gran sombrero de paja que encuentra colgado de un clavo en la pared y toma una canasta de mimbre repleta de verduras y frutas. Se acerca hasta la puerta y mira a ambos lados, no entiende cómo hay tanta tranquilidad, no ve a nadie cerca, por lo que comienza a transitar el comedor hasta llegar a una escalera de madera color roble con un tapizado de alfombra bordó que es sujetada por unas trabas de bronce. Como es una casa vieja, cada paso que da hace rechinar los peldaños. De pronto, el señor Toole que escuchó los pasos, se aproxima a Agustín y le dice “Ah señor Benítez, luego, cuando se desocupe el señor Di Gracia necesita que ensille a su caballo porque debe salir”. El joven sin voltear asiente con la cabeza y continua escalando hacia el primer piso.

Una vez arriba, lentamente se voltea y se da cuenta de que el señor Toole ya no está, por lo que se relaja, deja el cesto de mimbre en el suelo e inicia una búsqueda cuarto por cuarto, abriendo las puertas con mucha cautela. Al comienzo los intentos fueron en vano, primero un gran baño de azulejos grises, luego algunas habitaciones deshabitadas, una sala con un gran piano de cola y un ventanal inmenso que da al bosque y a la casa del criado. Finalmente entreabre una puerta y la ve a ella, a Belén, que al verlo esboza una gran sonrisa entre llanto y llanto.

Los jóvenes se encuentran en un profundo y sentido beso.

- ¡Shh! No hagas ruido, te vine a buscar, debemos escaparnos

- Es imposible Agustín, mi tío nos va a encontrar y nos va a matar

- No voy a dejarte aquí, te necesito cerca, te necesito conmigo. ¡Vamos! creo que sé por dónde podemos salir

Agustín toma a Belén de la mano y la lleva hasta el final del pasillo que conecta todas las habitaciones, le señala el techo donde hay una soga con la punta decorada con un plomo. El muchacho tira de cuerda y una puerta se abre dejando deslizar una escalera de madera que se despliega lentamente hacia el suelo.

Luego de ascender, ya en el ático de residencia, Agustín toma algunas sábanas viejas y recortes de tela que anudados los arroja por la ventana. Los jóvenes comienzan a descender casi sin reparar la altura que los separa del suelo, tratan de no hacer ruido, ambos están inundados en adrenalina, casi no sienten el esfuerzo que están haciendo.

Una vez en el suelo, Agustín toma nuevamente de la mano a Belén, la mira a los ojos y le dice: “Confía en mí, ¡vamos!” y comienzan a correr por la parte de atrás del caserón hasta llegar a donde Santiago Di Gracia atesoraba a un caballo árabe de un profundo y brilloso azabache, lo ensillan y comienzan a escaparse por el interior de la estancia, atraviesan la tranquera y sienten el alivio, las cadenas se han cortado y sus corazones se inscriben con presteza en una intensa libertad.

Nunca más se los volvió a ver, algunos dicen que han construido una casa en Las lajas donde viven felices lejos de la tiranía de su tío, otros que han viajado hasta Buenos Aires y que ahora están próximos a casarse…