miércoles, 15 de julio de 2009

Cuando mis manos te alcancen

Don Atilio se despierta despacio y casi en cámara lenta se sienta sobre un costado de la cama. Siente el frío de aquella mañana de invierno en Marco Juárez, que para suerte lo encuentra con su pijama largo.

Se calza sus viejas pantuflas y se dirige hacia el baño donde lava su cara y sus dientes, inmediatamente después se peina prolijamente.


Son las seis y media la mañana en aquel pueblo y Don Atilio entra en la gélida cocina. Mientras calienta el agua para tomar mate prende la radio, la misma que lo acompaña desde hace ya 25 años.


La espumante infusión reanima el cuerpo del anciano que mientras tanto escucha con atención las novedades radiales y las escolta con unos biscochos de grasa.

Al terminar el desayuno se dirige al cuarto donde se pone un pantalón de vestir, una camisa celeste intactamente planchada y unos mocasines bien lustrados, toma sus llaves, se pone un saco, su boina de la suerte y sale de su casa.


Caminando por la vereda se topa con varios vecinos y dueños de locales que lo saludan amablemente, hasta que se detiene en la proveeduría de Román.

Román es un hombre de unos 55 años que ha dedicado casi toda su vida a aquel almacén que su padre fundó junto con los orígenes del pueblo.

- ¿Cómo anda Don Atilio?

- Bien, acá andamos, tirando.

- Y si me imagino, ¿Vió que frío?

- Si, está fresco, pero unos buenos mates ayudan.

- ¡Claro que si! ¿Qué anda buscando?

- Dame un cuarto de pan, de esas flautitas y una leche.


Aquél hombre mayor sale de la proveeduría de Román con una bolsa en la mano y se dirige al centro del pueblo.

Antes de llegar a destino se detiene en lo de Marita, una señora regordeta que tiene un puesto de flores.

- ¡Hola Don Atilio! ¿Cómo está?

- Bien, bien, haciendo algunos mandados.

- Si, lo veo con la bolsita, ¿Se está cuidando del frío no? Mire que hay una peste dando vueltas.

- Por ahora vengo zafando, si me agarra después te cuento. ¿Cuánto cuesta ese ramito de ahí?

- Este cinco pesos y el de al lado siete.

- Bueno, dame el de cinco entonces.


Marita mira al anciano un instante y toma el ramo de siete pesos y le dice:

- Hagamos así, mire, le doy el de siete y se lo dejo a cinco, solo porque es usted.

Don Atilio saca de su bolsillo un viejo monedero de cuero marrón y junta algunos billetes y monedas alcanzando con esfuerzo los cinco pesos. Mientras tanto la voluptuosa y colorada mujer adorna el ramo con algunas cepas verdes y un gran moño rosado en el frente.

- Ahí tiene Don Atilio, espero verlo pronto, aunque sea para tomar unos mates.

- La semana que viene, si Dios quiere, vengo y jugamos a la canasta.

- ¡Le tomo la palabra!

El abuelo se retira con el paso lento que lo caracteriza, un poco más encorvado ya producto del cansancio que le generó caminar tantas cuadras.


Al llegar a la plaza del centro, se sienta en un banco para recuperar fuerzas al mismo tiempo toma un trozo de pan de su bolsa y comienza a arrojárselo a las palomas.

Desde lejos un hombre se acerca al octogenario con una gran sonrisa y exclama:

- Así me gusta, alimentando a las palomas que después me ensucian el auto…

Don Atilio levanta la vista y se encuentra con su viejo amigo Enrique, al cual le responde:

- ¡De qué auto me hablás si te sacaron el registro porque no ves ni a un toro a un metro!

- Bueno, me ensuciaban el auto.

- Además, ese auto no andaba ni para atrás ni para adelante, gracias que prendía la radio.

- No te metas con la bolita que bastantes viajes nos bancó.

- Si, tenés razón, si que lo anduvimos, pero hace tanto de eso Quique que ¡ni me acuerdo!

- ¿Y esas flores? ¿Son para ella?

- No, son para vos... ¡Claro que son para ella pescado!

- Seguís siendo el mismo personaje cascarrabias y divertido que cuando teníamos 12 años.

- Si pero ahora tengo más éxito con la mujeres.

- Claro, sobretodo si son doctoras o enfermeras, ¡tomatela! Bueno, te dejo porque me están esperando mis nietos, a la tarde paso por tu casa.

- Bueno, venite que vemos el partido.

Don Atilio se despide de su amigo de la infancia y retoma su caminata. Luego de dos cuadras atraviesa un enorme portón de rejas y saluda a un hombre que se encuentra cuidando la entrada.


Un largo sendero lo lleva hasta un parque, entrecierra lo ojos como intentando leer algo, niega con la cabeza y continúa caminando.

Luego de unos cuantos pasos finalmente el anciano se detiene, con mucho esfuerzo se agacha apoyando una rodilla en el suelo y deja las flores junto a una lápida.

- Feliz cumpleaños vieja. La verdad que se te anda extrañando.

El señor mayor hace una larga pausa, pasa su mano derecha por encima del nombre, se puede leer “Dolores Crespo de Benítez, esposa, madre y abuela”.

- Sé que no pudimos hacer nada, pero quería tenerte siempre conmigo. ¿Ahora qué hago? ¿Sabés que no encontré a nadie que haga esos ricos matecitos como los que me hacías a la mañana? ¿Te acordás? Esos que le ponías cáscara de naranja.


El abuelo nuevamente deja de hablar y con una mano desvanece una pequeña lágrima que acaricia su rostro. Se pone de pie y dice:

- Como vos nunca van a haber dos iguales. Espero verte pronto.

Gira para retornar a su casa, camina un paso pero se frena, nuevamente voltea y exclama:

- Solo quería que lo sepas.


Se marcha lentamente abatido por la caminata y por dejar a su mujer atrás.



Ya es de noche en Marco Juárez y Don Atilio acaba de terminar de comer una sopa de cabellos de Ángel. Está vestido con un Jean y una polera blanca de algodón.

Seca los platos y se dirige al baño donde se lava los dientes y se pone su pijama largo como todas las noches de invierno. Se acuesta y se queda dormido casi instantáneamente.



A la mañana siguiente una mujer lo despierta acariciándole el pecho:

- Atilio, despertate, vamos a tomar unos ricos mates a la cocina.

- Dolores ¿Que hacés acá?

- Nada, te despierto para que desayunes conmigo.

Atilio sin entender mucho se levanta de la cama y acomoda su pelo a la vez que camina atónito junto a su mujer.

- Tomá, te hice los que te gustan a vos.

- Que rico, con cáscaras de naranjas. Gracias, pero ¿Dónde estabas?

- ¿Yo? Me fui temprano a lo de Elisa para comprar unos biscochitos de grasa, recién sacados del horno estaban.

- Y… (piensa)…¿Yo qué hacía?

- Vos dormías como un tronco, parece que estabas cansado. ¿Soñaste algo?

- Si, soñé con vos, pero vos no estabas acá, estabas allá, y yo solo…no entiendo nada.

- Bueno, despreocupate, ya estoy acá y vos también.

Dolores abraza a Don Atilio que comienza a entender la situación. Éste la mira a los ojos y la besa suavemente, como el rocío que baña a la noche y le dice:

- No sabés negra lo que te extrañé, me alegra de que estés acá.

- Yo nunca me fui Atilio, siempre estuve acá, cuidándote, como te lo prometí cuando nos pusimos de novios.


Ambos abuelos se abrazan fuertemente.


Esa mañana sus familiares lo encontraron en su cama, con una gran sonrisa y un portarretrato con una foto de su mujer, Dolores, en el pecho. Esa misma mañana, fue cuando Atilio nos dejó para siempre.